México 2021: realidad y promesa
“Menos altaneros –la verdad suele hacernos modestos-, ganaremos en serenidad y redescubriremos la satisfacción más noble, la del deber sinceramente cumplido al servicio de los demás. La República [francesa] también bicentenaria, merece este esfuerzo a guisa de homenaje.” – Kofi Yamgnane
Nuestra república hará una merecida pausa en poco más de cuatro meses para conmemorar un aniversario significativo: su ingreso al grupo de naciones americanas que cruzó el umbral de los doscientos años de vida republicana independiente ̧ vista de manera optimista, al concluir su gesta de separación de la metrópoli española en septiembre de 1821. Es preciso, por ello, echar hoy una mirada y evaluar si México, en efecto, ha conformado su identidad nacional frente a sus raíces precolombinas y a la vez profundamente hispánicas o bien sigue en su camino por encontrar, reconocer y forjar su propia identidad.
Recordemos brevemente lo que ha acontecido en México durante los últimos tres siglos: tres guerras (una de ellas sucia), dos intervenciones (una de ellas a petición de parte), dos imperios (uno efímeramente propio y otro extranjero) tres dictaduras (una de ellas perfecta), un periodo de reforma republicana, dos dolorosas revoluciones (una de ellas amplia y socialmente reconocida), una marcha al mar, diez devaluaciones de su moneda (una de ellas defendida, sin éxito, caninamente), una supuesta renovación moral, una doble alternancia democrática, una caravana y tres marchas por la paz, dos pandemias, una todavía en proceso, que tristemente trastocaron nuestra otrora vida tranquila societaria e impulsaron imaginaciones perversas y, finalmente, un cuarto intento transformador.
Vemos que México si bien ha vivido intensamente también ha sufrido intensamente. Pertenece a una región –no exclusiva por supuesto- que ha conocido de cerca el fracaso y la derrota pero también ha probado el éxito y el triunfo sobre todo con olor a petróleo. Ha nacido, ha crecido; se ha perdido y convulsionado; se ha hallado y se ha reinventado; ha muerto y ha resucitado.
El pequeño cuadro histórico que esbozamos nos ofrece una ventana a nuestro futuro. Sus dimensiones, transparencia y trascendencia dependerán invariablemente de la óptica individual del espectador; sin embargo, el mañana mexicano se antoja difícil pero no imposible, vigoroso pero fragmentado, plural pero no excluyente.
El futuro nos exige invariablemente sortear obstáculos, aparentes y ocultos y esquivar trampas que invitan a la procrastinación. Implica que limpiemos las ventanas de nuestra percepción personal y beneficiar con ello a la patria mediante renovados esfuerzos por hacer del suelo que nos vio nacer un auténtico semillero de sueños y no un sepulcro de honor sin guirnaldas de oliva ni laureles de victoria.
Al explorar, conocer, evaluar y sugerir la identidad nacional, ¿podremos superar, en palabras del antropólogo francés del siglo XX, Alfred Sauvy, el tercer mundo que nos detiene y envuelve? La pregunta ciertamente invita a la reflexión. Comencemos.
Hace ya más de cinco décadas, don Octavio Paz, en Corriente Alterna señaló atinadamente que “la nación es la proyección del individuo” y sirve como nexo para su representación imaginaria. ¿Qué clase de individuos y, más específicamente, ciudadanos, estamos proyectando hoy en la representación nacional? Vemos que todavía México se debate en discusiones anacrónicas entre el discurso liberal contrapuesto con el discurso de la revolución mexicana y la posición conservadora en conflicto perenne con la izquierda. ¿Habrá terreno medio plausible entre progresistas y conservadores? ¿Entre chairos y fifís?
En este contexto, abrigo la esperanza franca de que las palabras del escritor Carlos Fuentes en Agua Quemada, no continúen siendo proféticas. El país requiere de trabajo centrado, honrado y forzado para que su sociedad civil logren una unificación no sólo política, que desde hace más de ciento sesenta años se logró por vía de la imposición y no del convencimiento sino una verdadera integridad cultural.
En fin, México necesita consolidar su identidad nacional no en las letras sino en los corazones de los mexicanos.
Lejos estoy de proponer aquí que enarbolemos una bandera que resulta hoy trasnochada y demasiado deslavada. México, en consonancia con lo que expresó hace siete décadas el escritor británico George Orwell, no necesita de nacionalismos. Necesita de un patriotismo renovado y sincero.
Si verdaderamente queremos evitar un descalabro mayor, más allá de no acudir a la siguiente cita olímpica o mundialista, con quinto partido incluido, debemos afianzar nuestra identidad, no sólo a través del conocimiento y afirmación de nuestro ilustre, aunque quizás trágico, pasado, inmediato y mediato, sino en el agitado, fascinante y –más importante- cambiable presente.
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JETZ